Egidio Picucci

 

 

 

 

 

P. Damián de Cingoli

 

 

apóstol del confesonario

 

 

(Traduc. Alfonso Ramírez Peralbo, OFMCap.)

 

 

 

 


 

 

 Presentación

 

T

 

enemos en nuestras manos una ágil e interesante biografía del Siervo de Dios P. Damián Sfascia de Cingoli, sacerdote capuchino de la Provincia de las Marcas que, desde hace tiempo, esperábamos. Oportunamente ésta ve la luz poco antes de iniciar su proceso de beatificación. Más todavía, ella es la biografia oficial.

 El comienzo del proceso será una fecha memorable para cuantos - ya pocos - lo conocieron, lo escucharon y lo buscaron a través de su ministerio;  para los demás su  memoria servirá de encuentro con él, con su vida, con su ministerio...  para recordar la rica espiritualidad de un religioso capuchino comprometido y de un confesor celoso y solicitado.

El P. Egidio Picucci, el autor de esta biografía, al realizar su trabajo ha tenido y tiene todas las cartas en regla:  son conocidas, ciertamente, sus cualidades como escritor  ironico y agudo, autor de otros escritos por este estilo; ha tenido, además, otras ocasiones de acercarse a esta figura de religioso capuchino. Aun cuando no ha conocido personalmente al Siervo de Dios, consigue revivir las impresiones y el relato de los que, habiendo vivido con él, han sido "conciudadanos de los santos" y que con él han recorrido juntos parte del camino. Por eso no debe  extrañarnos si, al sugerirnos recuerdos, lugares y episodios, aparecen también la emoción y la admiración. I

Al presentar la aventura humana del P. Damián, del nacimiento a la muerte, el P. Egidio parte de episodios, anécdotas y frases expresivas ("Demasiado pronto para ir al Paraíso",. "A mi me gusta así, "El viento sobre la vela",... ); quiere presentar e ilustrar algunos aspectos y características del Siervo de Dios, describiéndolos con fuerza a través de un lenguaje fácil haciendo la lectura,además de interesante, grata y placentera. Su estilo elegante y ágil, sin embargo, despierta en el ánimo del lector la necesidad de descubrir y de profundizar otros aspectos de la santidad del Siervo deDios, inevitablemente dejados en la penumbra o referidos sólo de pasada. Esto se realizará con una biografia "crítica".

El opúsculo se abre con una bella página de Mons.Odo Fusi Pecci, Obispo emérito de Senigallia, natural de Cingoli: "P. Damián de Cingoli", original y que, de algún modo, sirve para completarlo. Entre otros el obispo acerca la figura del P. Damián a la del Santo Cura de Ars. Escribe textualmente: "Una figura, la del P. Damián, tan distinta pero tan similar a la de S. Juan María Vianney...". No sólo lo dice, sino que lo demuestra, si bien de manera sintética.

Creo un deber expresar, como vice postulador de la causa, mi agradecimiento personal y el de los numerosos amigos y devotos del Siervo de Dios, al P. Egidio Picucci por este precioso trabajo, que ayudará a un mejor conocimiento del P. Damián, figura de sacerdote capuchino singular y rica de fascinación humana y sobrenatural.

¡Sea, pues, bienvenida esta biografía aunque en forma breve y popular! El deseo es que lo conozca la gente, entre en las familias, particularmente de la zona de Cingoli, Macerata, Fermo, Santa Victoria in Matenano y Fossombrone, lugares, entre otros, donde más largamente ha vivido y trabajado el Siervo de Dios, para que se le conozca mejor, se le rece y se le invoque.

Generoso mientras vivía en la tierra y lleno de caridad hacia todos, el P. Damián ahora desde el cielo junto al trono de Dios, con más amor y gratitud socorre a cuantos piden su ayuda y protección. Su glorificación en la tierra será para gloria y alabanza de Dios; para la Iglesia y, particularmente para nosotros capuchinos, sería un punto de referencia para alejar las seducciones de lo efímero y superflcial y para alcanzar los verdaderos valores de la vida humana y cristiana: ¡la santidad!

 

     Loreto, 19 de marzo del 2002, Fiesta de S. José.

                                                                                 P. Antonio Angelini Vice Postulador


 

¿Quién era el P. Damián?

 

 

P

iammartino es un puñado de casas al lado de la carretera comarcal que se recorre para ir de Villa Torre a Villa Strada, dos pedanías del ayuntamiento de Cingoli.

     He pasado muchas veces mientras iba de Torre a Strada, cuando era sacerdote joven, invitado a predicar. Gente sencilla, cordial y pobre con la que intercambiaba un gesto o una palabra de saludo. Niños y niñas, en buen número, jugaban; mientras las madres se ocupaban en las faenas domésticas y en el trabajo de los campos con los maridos que procuraban lo necesario para la familia cortando leña en los alrededores.

En una de aquellas casas, por los años 1870-80, en la casa Sfascia, eran seis, los padres y cuatro hijos, y uno de ellos, a los 16 años, tuvo la idea de hacerse fraile. Tal vez pensaba, como se decía entonces, fraile no de decir misa, porque él era analfabeto, dado que en Piammartino no había ni siquiera una escuela primaria. Se lo dijo al mismo párroco, el párroco de Villa Strada, a dos kilómetros de Piammartino. Era un sacerdote verdadero hombre de Dios, aquel D. Rafael Perugini, y se percató que aquel hijo de los esposos Sfascia era un arbolillo mucho más valioso que aquellos árboles que el padre llevaba a casa con su trabajo de leñarol. Por eso le aconsejó que aprendiera a leer y escribir; él mismo fue su maestro en lengua y matemáticas. Damián se mostró tan interesado que D. Perugini le enseñó también los primeros rudimentos del latín, tanto es así que, cuando pidió ser acogido por los capuchinos, fue admitido en el instituto de uno de sus colegios. Fue aprobado, luego pasó al noviciado y más tarde al colegio de teologia y el 4 de junio de 1898 fue ordenado sacerdote. Tenía 23 años y durante 38 años, hasta la muerte acaecida a los 61 años, se comprometió a vivir su sacerdocio polarizado en Cristo y consumándose en el ejercicio de su ministerio.

     Una figura, la del P. Damián, tan distinta pero, al mismo tiempo, tan semejante a la del santo cura de Ars. Uno era sacerdote de una orden de vida consagrada, el otro un sacerdote diocesano; uno italiano, el otro francés. Pero los dos llenos de amor a Dios y dedicados intensamente a la salvación de los demás.

     Eran semejantes, porque también el P. Damián caminó por la triple vía de la penitencia, el cuidado pastoral y la oración que caracterizaron el camino espiritual del santo cura de Ars.

     Una vida construida a base de humildad, de aquella humildad que llevó al P. Damián, desde el principio, a asegurarle a su Ministro Provincial que él estaba disponible para ir a "los conventos a los que no quería ir nadie" y a pedirle a su P. Guardián le confiara los "lugares más difíciles". Una vida hecha de penitencia diaria en la que el P. Damián, en la comida, se privaba habitualmente de la carne y del vino y dormía sobre unas desnudas tablas. El pensaba que su estilo de vida penitente era la mejor preparación para la formación del ministerio preferido por él, el sacramento de la penitencia y la dirección espiritual. Estaba siempre preparado para confesar, y usaba todos los medios para llevar a cualquiera a confesarse. Escuchaba. Comprendía las situaciones más delicadas, invitaba al arrepentimiento y a la conversión, infundía confianza, exhortaba a recorrer el camino de la perfección, decía "no pasito a pasito", hay que "correr con perseverancia teniendo la vista fija en Jesús que es el origen de la fe y la lleva a feliz término" (Hebr. 12, 2).

     Su palabra llegaba a los corazones porque era fácil percibir que lo que decía a los demás, lo vivía como programa personal, centrado en Cristo y en la Virgen.

     Se sabía que pasaba gran parte del día y de la noche adorando la Santísima Eucaristía, presente en el sagrario. Declara un religioso: "Un día fui a visitarlo a la enfermería de Macerata. No encontrándolo por ninguna parte, me dijeron que echara un vistazo a la capilla. Apenas abrí la puerta, lo vi arrodillado delante del altar, con la mirada y las manos dirigidas al sagrario, como fuera de si, sin percatarse del ruido que había hecho y de mi presencia". Él vivía continuamente de Dios y para Dios.

     Fervorosa era su devoción a la Virgen a la que le dedicaba los quince sábados marianos, los cinco viernes a la Virgen de los Dolores, el mes de mayo, el ayuno de los sábados, el rosario "casi siempre de rodillas y con los ojos llenos de lágrimas". Un amor filial que procuraba difundir entre las familias, a las que se presentaba con sencillez, con su identidad capuchina, deseándoles de corazón paz y bien, testigo convencido y aIegre de la espiritualidad de San Francisco de Asís.

                                                                 Mons. Odo Fusi Pecci

                                                            Obispo emérito de Senigallia

 


"Demasiado pronto para ir al paraíso"

 

 

E

ncerrado en la habitación de la enfermería de los Capuchinos de Macerata, el joven clérigo Fr. Bernardo Gabriel de Offida deliraba a causa de la fiebre. Una fiebre lúcida, que le dejaba pensar y amargarse por aquella decisión de los médicos, tan categóricos en imponerle el interrumpir los estudios en el convento de Fermo, convencidos de que le convenía más prepararse para hacer el examen ante Dios que para hacerlo ante los hombres.

     Tenia 25 años, pero la pleuro-pulmonía (que en aquellos tiempos no perdonaba a nadie), justificaba el alarmismo con el que había sido trasladado apresuradamente a Macerata, junto a los enfermos de sesenta años. El encargado de la enfermería tuvo aun alguna duda sobre el diagnóstico del medico de Fermo, y llamó al del convento, persuadido de que una visita más detenida y un examen más cuidadoso habrían suscitado alguna esperanza.

     El médico no se hizo esperar, pero se limitó a leer el diagnóstico del colega de Fermo; a hacer alguna pregunta genérica al enfermo, encerrado en su dolor pero consciente y con el rostro marcado por el sufrimiento; se informó sobre el estado de la fiebre, marchándose enseguida, no sin antes advertir a los religiosos que se preparasen para lo peor porque "es imposible - dijo en voz baja - que un organismo tan debilitado pueda superar la enfermedad".

     Apenas salió el médico, entró en la habitación de Fr. Bernardo uno de aquellos enfermos de los de "sesenta años" que estaba ingresado también en la enfermería, un hermanito pequeño y menudo (pesaba más la barba sola que todo su cuerpo), que caminaba cojeando con un bastón más alto que él y que llevaba de compañía un largo rosario malgastado por el uso. " Asi que tu te quieres ir al paraíso? jDemasiado pronto, demasiado pronto! Aun debes trabajar; y mucho!"

     Las palabras del viejo cayeron como una lluvia benéfica sobre la aridez de un otoño languido de sequedad y sacudieron a Fr. Bemardo que miró al anciano hermano con los ojos ardorosos de la fiebre, sonriendo amablemente, convencido de que había llegado hasta él para darle el ánimo que los médicos y la enfermedad le habían quitado.

     "Yo jamás había visto aquel hermanito físicamente insignificante - escribió más tarde - pero él entró en mi habitación y también en mi vida como una persona conocida y habló con una seguridad verdaderamente tranquilizadora".

 

 

Un soñador

 

     Si era desconocido de Fr. Bemardo, el "hermanito" era conocido de los demás religiosos, entre los que gozaba de fama de santidad. No de todos, desgraciadamente, pero esto era un punto a su favor, ya que la historia está llena de santos que son desconocidos en su propia casa (incluido Jesús, que fue amenazado de muerte en Nazareth) y se toman la revancha después de la rnuerte, "obligando" a los "incrédulos" a declarar en su favor ante el tribunal eclesiástico una vez abierto su proceso de beatificación.

     El "hermanito" es uno de esos. Se trataba del P. Damián de Cingoli, el "soñador" sobre el que algunos tenían demasiadas reservas, preguntándose si hombres como él son útiles a la humanidad, o bien se les combate por esa especie de escape que el sueño parece favorecer. El había llegado a la enfermería de los Capuchinos de Macerata después de una vida que es larga de contar, llena de enseñanzas, de sucesos edificantes, de milagros que le merecían la "canonización" popolar.

     Quien conocía todo esto creyó conveniente reflexionar sobre las extrañas palabras dirigidas al enfermo y se permitió aconsejar la visita de otro médico, director del dispensario provincial.

     Más inteligente que los demás compañeros, este visitó cuidadosamente al joven enfermo, le mandó una serie de medicinas y, en una semana, se encontraba en pie, sano y con fuerzas, tanto que, tras una breve convalecencia, siguió los estudios. "Ayudan las medicinas - escribió el P. Bernardo contando el episodio - pero yo estoy convencido que mi curación se debió a las oraciones del P. Damián, que todos los días venía a mi habitación a rezar el rosario conmigo y por mi".

     Los que estaban en contra del "soñador" quedaron ya servidos porque a los santos les sucede con frecuencia el seI incomprendidos por su propia historia y por la historia siguiente; pero en la historia posterior, que es por lo demás la historia de nuestro momento presente, acaba dándoles la razón. Si a veces pueden parecer "anacrónicos" es porque tienen razón demasiado pronto.

     El P. Damián no se limitaba sólo a rezar, sino que, como era costumbre de los santos, cargó sobre sus espaldas la cruz de Fr. Bernardo. Algún mes poco antes de morir confesó a Fr. Camilo Gattafoni en Macerata de haberse ofrecido víctima a Dios por la curación de Fr. Bernardo. "jEs tan joven!", dijo.

     Dios le cogió la palabra y se lo llevó consigo siete meses después, consumido por una serie de enfermedades no tanto por la edad (61 años), sino por su impaciencia de unirse eternamente a Aquel que siempre había amado y servido.

 

 

 

Tiempo de gracia:

los grandes dones de Dios

 

 

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amián Sfascia nació en el caserío Piammartino de Villa Strada - Cingoli - el 6 de mayo de 1875, tres años antes de la muerte de su paisano Pío IX. Su padre era leñador y de las plantas había asimilado cierta dureza de carácter que desentonaba con su nombre - Pacífico - y que hacía pensar en su familia, sobre todo en Ángela, su mujer, ocupada en sacar adelante los cuatro hijos, cuidar de las ocupaciones de la casa y del trabajo en los campos, "ritual" de todas las madres de otros tiempos, cuando aun no se hablaba del desempleo de la mujer.

 

 

Leñador

 

     La familia era tan pobre que, no pudiendo disponer de las herramientas propias para los trabajos agrícolas, debía contentarse con un huertecillo y un gallinero, teniendo que trabajar los campos de otros. Pacífico rechazaba con desprecio la situación y descargaba su enfado sobre, el tronco de aquellas encinas colocadas en geometría irregular a lo largo de los hoyos que, después de una carrera asmática entre los olivos mandados pIantar por Pío VIII Castiglioni, natural también de Cingoli, mezclaban (y mezclan) las aguas con las del río Musone.

     Cansado de aquella situación, un buen día Pacífico decidió marcharse a Argentina, convencido de que "el otro mundo" fuese mejor que el que dejaba. Sin embargo lo encontró igual y regresó enseguida, protestando porque ni siquiera allí existía la "justicia" que buscaba.

     Piammartino era (y es) la pedanía de una pedanía, por eso era más que absurdo hablar de estructuras públicas, incluyendo la escuela. Por lo que, cuando e13 de marzo de 1891, a los 16 años, Damián pidió entrar en los capuchinos para "ser - como decía él - fraile penitente y de oración", pidió ser acogido entre los hermanos no clérigos. Los superiores decidieron que fuera para sacerdote y él obedeció, entregándose a una rápida preparación en la escuela del propio párroco, don Rafael Perugini, un santo hombre que lo preparó en el "latinajo", que era obligatorio para el que aspiraba al altar.

     Que se trataba de una carrera contra el tiempo se deduce del hecho de que al año siguiente - 1892 - Damián comenzó el noviciado en Camerino, conservando excepcionalmente el nombre de bautismo, y recibió la ordenación sacerdotal el 4 de junio de 1898 en Fermo de manos del arzobispo mons. Roberto Papiri, en la capilla del obispado.

     El año anterior (valga esta referencia a los Papas en la vida de un hombre que amó a la Iglesia como a su madre) había sido ordenado sacerdote Eugenio Pacelli, el futuro Pio XII.

 

 

En Trieste y Fermo

 

     Los años entre el noviciado y la ordenacion sacerdotal el Lj P. Damián los pasó en Trieste, donde emitió la profesión religiosa el 24 de octubre de 1896, y donde estudió filosofía en el convento que los Capuchinos de las Marcas tenian en aquella ciudad antes de que la gran guerra hiciese del Veneto un "cruce" de escenas militares trágicas, encaminadas, se dijo, a restablecer las violaciones fronterizas.

     En Fermo estudió teologia y allí finalizó los estudios el 21 de junio de 1900, cuatro meses antes que el Papa León XIII  otroPapa!) publicase la Encíclica Tametsi futura, un excelente tratado de mistica que demuestra como en el sacrificio Cristo se encuentra la explicación última de todo lo que se cumple en la tierra.

     Una Encíclica adecuada, porque los años jóvenes del P. Damián coinciden con la "irrupción tempestiva del ateismo" denunciada por el Pontifice y que se resume en el laicismo, la actitud que rechaza, en la teoria y en la práctica, la fe y todo que de ella procede, tanto es así que algun año después, Pío XI lo definió como "una peste de nuestro tiempo en el que vuelven a encontrarse todo lo que tienen de más malo, todo los errores".

     No es fácil decir en que medida todo esto recorre los conventos en los que el P. Damián completó su formación. Sin embargo es más fácil decir, porque algo llegó - no del laicismo, sino del modernismo que es cosa completamente diferente - basta el punto de que algunos pagaron las consecuencias (como el P. Fidel de S. Victoria Y el P. Alfonso de Monsammartino, sus profesores, a los cuales, por lo demás, les guardó siempre un grandísimo afecto), el P. Damián no se preocupó mucho de ello porque, como todos los santos, estaba convencido de que el mundo se renueva comenzandopor renovarse uno mismo; que los excesivos razonamientos no fortalecen, sino que debilitan; que la "verdadera civilización - como dijo uno que había vivido antes que él - no está en el gas o en el vapor, sino en el trabajo de cada día para disminuir las consecuencias del pecado original" (Baudelaire)

     Otra razón de su supuesto desinterés por los acontecimientos y descubrimientos de aquel tiempo (de aquellas fechas es la telegrafía sin hilos, el cine, el automóvil, el avión, etc.) hay que buscaría en la decisión que tomó cuando se dio cuenta de que no valía para el apostolado del púlpito, sino para aquel escondido de la dirección espirituaI y de la confesión. Por eso concentró todo su interés en el estudio de la teologia moral y de la ascética, disciplinas más en consonancia con las actividades que habría desarrollado y en las que comenzó a trabajar enseguida, siendo consciente de que el tiempo y la gracia no se pueden malgastar, porque son los dones más grandes de Dios.

 

 

 

 

"A mi me gusta así”

 

 

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esde mitad del 1900 hasta el 1932 el P. Damián recorrió las Marchas con un itinerario tan extenso que permitiría cubrir el mapa de la región con una finísima tela luminosa, entretejida de sangre, adornada con las perlas del sudor y del llanto, como aparecen salpicadas con gotas de rocío al amanecer, las redes de araña tejidas entre las ramas de un bos-que.

     Y esto quizás porque la itinerancia del religioso en aquellos tiempos era más solicitada que hoy, bien porque él mismo la quiso así haciendo dos peticiones insólitas, una al Ministro Provincial y otra al guardián de los conventos que poco a poco lo fueron acogiendo. Al primero le hizo saber que él se encontraba disponible para ir a los conventos "a los que ninguno quería ir"; al segundo que no olvidase de confiarle "los lugares más dificiles".

     Se le dio gusto y, en poco más de treinta años pasó por diez conventos de la región, llegando siempre a pie, dejando con frecuencia huellas de sangre en las piedras y en las zar-zas. Al principio llevaba sandalias, pero cuando tomó en serio la burla de un companero que le hizo notar como el desgaste de las sandalias superaba a los gastos de los medios públicos, decidió a partir de entonces ir descalzo.

 

 

 

Penitencias desde la infancia.

 

     Como hacía por tierras de Piammartino donde se entrenó en la penitencia que prolongaba también por la noche dur miendo sobre dos ladrillos escondidos bajo las sábanas y disciplinándose con una cuerda llena de puntas de hierro, hasta derramar sangre.

     Sus penitencias asombraban y, más que a la imitación, invitaban a la admiración. Para él eran obvias y naturales, por la única razón de que Cristo ha escogido un camino de sufrimientos y de privaciones. "Pensaba en ti durante mi agonía; algunas gotas de mi sangre las he derramado por ti. Dejaos llevar por mis leyes", gemía el Salvador en el Misterio de Jesús de Pascal.

     El P. Damián no conocía las palabras del pensador francés, pero conocía las de Jesús.

     A él le bastaba aquello, para ser un icono de Dios a pesar del hábito raido, el hábito en contraste con los cánones de la belleza humana, los miembros algo quebrantados, pero con los ojos profundos y vivaces, como los del que está habituado a escrutar las profundidades del paraíso.

     En las parroquias a las que llegaba no se concedía ningún descanso, sino que se encerraba en el confesonario o velaba en oración, disciplinándose. La misma vida hacía en el convento, donde pasaba las pocas horas de sueño tendido sobre dos tablas y alguna vez al aire libre.

 

 

“Libera me, Domine...”

 

     Un día el P. Pedro de Montegiorgio le pidió un par de tablas para hacerse una librería: sabía donde estaban y quería ahorrarle la disciplina que desde años hacía.

     - Ten paciencia, de momento me sirven - respondió diplomáticamente el interpelado que rechazaba decididamente las comodidades de la cama.

     En otro momento le jugaron una mala pasada. Al verlo regresar cansado de una función religiosa en una zona muy lejana, algunos compañeros lo siguieron de manera furtiva hasta la celda y, apenas lo vieron tendido en el jergón, comen-zaron a cantar el "Libera me, Domine... ",esto es el responsorio que en otro tiempo se cantaba durante las exequias.

     El P. Damián se pasó una mano sobre su erizada barba para hacerles ver que aun estaba vivo y, apretándose en las huesudas espaldas, murmuró:

     - A mi me gusta así, ¿que quereis que haga?

     A otro compañero que le preguntó cómo podía beber siempre agua caliente (que llamaba bromeando "agua de las ollas", porque la cogía de la primera olla que pillaba), respondió que muy a pesar suyo no lo había conseguido como quería y que alguna vez le había sentado mal. "Pero a Jesús en la cruz le ofrecieron vinagre, que es mucho más indigesto que el agua - añadía - por tanto dejarme en paz".

     Luego se encerraba en la habitación o se refugiaba en la huerta, seducido por la atracción de las plantas límpidas en la luna llena y perfumadas de esencias, especialmente cuando evocaban las tristes melancolías del otoño.

 

 

 

"Este morirá santo"

 

 

L

as florecillas sobre este tema son muy numerosas y es necesario hacer una selección. La austeridad que lo acompañó a lo largo de su vida y que habría truncado al mejor soldado y agotado a un peregrino, pasando el tiempo le sirvió como de segunda naturaleza. Conoció la fatiga desde pequeño, cuando era peón de albañil, y se aprovechó de ello para dotar a la daga de su alma una funda bien resistente, de hombre fuerte materialmente, a pesar de la aparente fragilidad, y espiritualmente: sin debilidades ni abandonos, o improvisadas fatigas.

     Don Leopoldo Giardini, un cura gracioso de la campiña de Fermo, un día le recordó un sabroso episodio acaecido en Porto S. Giorgio. "P. Damián — le dijo sonriendo — ¿recuerda aquella vez que nos encontramos juntos en el puente? Yo predicaba y tu confesabas; yo comía y tu hacías penitencia".

     El P. Damián asintió levemente con la cabeza y no respondió.

 

 

"Para mi lo sabeis, ¿verdad?

 

     Todos sabían, por demás, que comía lo indispensable para sobrevivir, rechazando sistemáticamente carne y vino. Cuando en las casas parroquiales servían en la mesa carne, se acercaba cortésmente a la cocina y decía: "Para mi lo sabéis, ¿verdad?". Y le servían una ración de verdura cocida. "Si no podía hacer esto — ha escrito el P. Bernardo Gabrielli — sacaba cualquier argumento espiritual o episodio curioso, del que se hablaba largamente para así evitar comida y bebidas que no entraban en su menú".

     A veces sucedía que él mismo llevaba a las "perpetuas" las verduras para que se las cocieran, que le daban los campesi-nos o que él mismo recogía en los campos mecidos por el viento y sonrientes gracias al agua que corría.

     El párroco de Curetta de Servigliano lo vio llegar a casa sudoroso y agotado en una tarde calurosa de verano. Seguro que iba todavía en ayunas y, enseguida, se puso a prepararle dos huevos. "No, don Ángel, gracias: basta con uno", suplicó con la poca voz que aun le quedaba.

 

 

"El hombre no hace lo que no quiere"

 

     Cuando estaba solo en el convento (cosa que sucedía con frecuencia, sobre todo en S. Vittoria in Matenano, donde vivió años acompañado de las aguas y de las estrellas) hacía lo "peor" porque mezclaba menestra y ceniza, respondiendo a quien una vez lo cogió in fraganti: "Está bien así; el hombre no hace lo que no quiere".

     Cuando en Fermo faltó el capellán del cementerio, la gente pidió que fuese sustituido por el P. Damián, conociendo su amabilidad, disponibilidad y sobre todo su capacidad para confortar en los momentos particularmente dolorosos. El superior se opuso justificando de esta manera la negativa.

     Si hace tantos sacrificios en el convento, bajo la vigilancia del guardián que lo frena y regula con su autoridad, ¿qué haría sintiéndose libre y solo?

     Lo que más admiración produce no es, ciertamente, su penitencia, sino la sonrisa con la que la hacía. Son muchos los que  sufren, pero pocos en solitario consiguen irradiar luz de su dolor. La cara tétrica perjudica la ética y la estética. El P. Damián pertenece a esa aristocracia espiritual de almas penitentes que corporalmente reflejan una sensible felicidad y que en él se trasparentaba incluso en los graciosos golpes del latín macarrónico que provocaban la risa, desdramatizando situa-ciones criticas, agilizando aquellas embarazosas, invitando siempre benévolamente a reflexionar.

 

 

"Lo se... lo se..."

 

     Si veía a alguno vanagloriarse con juguetes costosos y vistosos, indicando el cementerio, decía: "Sed non portabis illuc" (te enterrarán sin ellos). Al que le decía que su estilo de vida era el mejor modo de arruinar la salud, respondía: "Lo se, lo se, lo se, lo se".

     Pero no cambiaba su modo de vida.

     En Cingoli desafió valientemente a la nieve para socorrer a las monjas de S. Sperandia. Cuenta sor Rosario Cenobi: "Un año, debido a las abundantes nevadas, quedamos aisladas en el monasterio. Pasados tres días, cuando ya no nos queda­ba esperanza de que alguien pudiese venir en nuestra ayuda, oímos sonar la campana de la puerta: era el P. Damián.

     Desde el convento de los Capuchinos se había arriesgado a venir hasta nosotros, con gran pena en el corazón porque no teníamos misa, ni comunión y necesitábamos de ayuda.

     Llegó completamente cubierto de nieve y sudando por el esfuerzo y el cansancio. La madre Abadesa quiso que entrase en el monasterio y pasase por la clausura, para ahorrarle el trayecto exterior hasta llegar a la iglesia.

     Atravesando la cocina, donde estaba encendido un buen fuego, no se paró ni siquiera un momento para calentarse y

secarse, sino que fue directamente a celebrar la misa, empa-pado y cansado como estaba.

     Terminada la celebración, feliz y contento por aquel acto de caridad, regresó al convento, dejándonos conmovidas hasta derramar lágrimas".

     "Otra vez — continua diciendo sor María Rosario — vino desde S. Vittoria hasta Cingoli a pie. Como era muy devoto de S. Sperandia, quiso hacer una peregrinación desde la ciudad de Ascoli hasta su sepulcro andando y en ayunas, pasando la noche debajo de un árbol para descansar un poco. Una vez que llegó al monasterio pasó horas y horas de rodillas ante la urna de la santa, sin levantar el velo que cubre las reliquias. Cuando le preguntamos por el motivo, respondió sonriendo que S. Sperandia sabía y veía bien que él estaba allí y que también él sabia la misma cosa, por lo que no era necesario".

 

 

"Estoy preparado, corte enseguida"

 

     Quiso sufrir tres operaciones completamente despierto. Debiendo extirparle un tumor del lado derecho del cuello, el cirujano insistió en darle anestesia, pero él la rechazó tendiéndose sobre la cama y diciendo: "Estoy preparado; corte enseguida, que no me moveré" ¡Y pensar que le daba horror de la sangre!

     Aquello que para los demás podía parecer absurdo, para él era natural: ir a pie, pararse a hablar con los campesinos, confesar a orillas de la carretera, caer exhausto por tierra, beber en el hilillo de una fuente que corría desde la montaña, arrodillarse en el camino con una que blasfemaba para sugerirle palabras con las que pedir perdón (era intransigente con los blasfemos y con él que no santificaba las fiestas), quitar de las espaldas de una mujer un haz de leña y cargarlo sobre las suyas, eran gestos espontáneos en él (e insólitos en los demás), que todos lo seguían como se sigue a alguno que, estando aun vivo, es ya leyenda.

     Es bello el episodio del blasfemo, que lo recuerda en toda su plasticidad: por una escultura de márrnol al aire libre.

     El P. Damián caminaba por el campo, cuando oyó una blasfemia que sacudió el aire como un trueno. Se tambaleó como si lo hubiese herido un rayo, pero se repuso enseguida: se quitó las sandalias y corrió en busca del blasfemo, obligándolo a pararse poniéndose con los brazos abiertos en medio de la carretera. El hombre se paró y el P. Damián señalándole con el dedo índice, gritó: "¡A Dios no se le ofende! Baja y arrodíllate para pedirle perdón".

     El hombre estaba para reaccionar, pero luego bajó y se arrodilló cerca del fraile, pidiendo perdón a Dios. Luego se levantó lentamente, cansado, como si hubiese cavado una hectárea de tierra. Pero estaba feliz. Sólo entonces el P. Damián se percató de que el cielo era azul y que las golon-drinas trazaban pentagramas sin notas.

     Todos sentían la necesidad de mejorar junto a un hombre que buscaba sólo a las almas para liberarlas de la fría garra de satanás. Había a quien no le caía bien; uno que otro lo consideraba un simplón, un "tontico" digno de lástima; otros lo consideraban un exhibicionista que tenía en poca estima todos los afectos, a más de mil millas alejado de aquel Jesús que en el Evangelio manifiesta más suavidad que aspereza.

     Había, sin embargo, quien reconocía en él el viento del Espíritu que sopla donde quiere, a veces como el huracán. Lo importante es saberlo reconocer y amarlo en su ruda realidad; incluso cuando entra en la casa de nuestra alma rompiendo los cristales.

     Los humildes reconocían y amaban este espíritu en el P. Damián, sin hacerse las preguntas de los sabios y dando a sus comportamientos los tonos justos y el aspecto maravilloso necesario. En algunos de sus actos está el alma de las Florecillas franciscanas, aun cuando no esté el n° de página. For eso, respondiendo a quien pensaba de manera diferente, la gente corriente decía: "¡Este morirá santo!"

     Aun cuando el mundo "alaba las falsas virtudes", como decía Leopardi, siempre hay alguno que va contra corriente, ve justo y sabe descubrir la perla escondida en el campo.

 

 

 

 

 

 

 

El viento sobre la vela

 

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acido bajo la protección de un santo, el P. Damián "debía" alcanzar la misma meta. El nombre se le impuso para que las dificultades del nacimiento se resolvieran bien por eso la madre lo confió a la protección de uno de los dos santos médicos orientales (Cosme y Damian) llamados anargiri porque curaban a los enfermos gratuitamente. Existieron graves dificultades, por lo que se decidió bautizarlo rápidamente, aunque luego se completaron las ceremonias en la parroquia.

     Por una de esas revelaciones que el Espíritu reserva a los elegidos, comprendió desde pequeño el valor del sufrimiento y lo buscó con gestos impropios de su edad. Cuando Ángela, rápida como todas las madres, se levantaba de noche para controlar el sueño de los hijos, taparlos con las mantas, cerrar o abrir la ventana, según el clima de las estaciones, muchas veces no lo encontraba en la cama, sino cerca de la puerta, acostado en el suelo y con un ladrillo por almohada. A una tía que le riño porque, además de preocupar a la madre, se ponía malo, le dijo: "Dejadme en paz: tu no sabes cuanto hay que sufrir, si Jesús ha sufrido tanto".

     Cristo no quiere admiradores, sino discípulos. No sabe qué hacer con quien lo alaba; quiere que lo sigan.

 

Vivía la pasión de Cristo

 

     Desde pequeño, Damián conoció la experiencia de la cruz como un hecho y no como alga de memoria, considerandola como alga actual, imputandolo a sí mismo. Cristo sufre por mi causa. Por lo demás el objeto de cada experiencia cristia- na de la cruz no puede consistir en una mera práctica de com- pasión, sino que debe llegar a la autoinculpación. Como suce- dió a tantos santos, él llegó al punto de no leer ya la pasión de Cristo, sino de pensarla y de revivirla en su pequeña vida.

     Solo así se explica su opción de caminar descalzo; de rechazar la frescura de una bebida; de beber solo agua y de preferir las verduras a la carne; de escoger siempre el último puesto. Desde los primeros días de vida en el convento renun- ,

cio volontariamente al descanso y a los pocos momentos de recreo, ocupándose en los trabajos de la huerta, de la cantina, de la iglesia, deseando siempre mejorar sus conocimientos, reparar una puerta, embellecer un altar que quería siempre ordenado y limpio. Una vez amenazó con no celebrar misa si no le cambiaban el mantel socio de cera y vino.

     En 1895 afrontó sin anestesia la operación de hernia, que se le descubrió cuando pasó la visita militar en Údine, cosa que repitió más tarde cuando se le extirpó un flemón, justifi- cándose diciendo que Jesús en la cruz rechazó la anestesia que se daba a los condenados.

     Encontrándose en Fermo con Fr. Marcelino de Capradosso y Fr. Giuseppe de Rapagnano, compitió con ambos en peni-tencias y oraciones, exhortándose mutuamente a "actuar sin hablar", olvidándose de las sonrisas de compasián que le

rodeaban, pero que más adelante cedieron el puesto a una admiración que aun perdura y que no deja de referirse a ellos cuando se habla de recuperar el "verdadero espíritu capuchi-no".

     Duro consigo mismo, era, sin embargo extremadamente atento con las necesidades de los demás, tanto en el convento como fuera. En S. Vittoria empedró solo, piedra tras piedra, j un atajo que unía el convento con el pueblo, cansado de ver a la gente llegar a la iglesia llena de tierra y de polvo; ayudó a los campesinos a mejorar sus casas; a llevar a ellas la electri-cidad; a renovar con yeso los tabiques; a agrandar una ventana; a canalizar el agua del manantial. Cargó con la pala y la azada para ayudar a las mujeres que se habían quedado solas en casa durante la guerra; escribió y leyó las cartas que ellas intercambiaban con los hombres del frente; ayudó durante años a una madre a matar el hambre y a que aceptara al hijo disminuido físico; procuró medicinas y alimentos apetitosos para los ancianos y enfermos. Una señora conservó durante mucho tiempo en casa una botella de licor que le había dado él, que conoció su oculto deseo de quererla tener mientras estaba ingresada en el hospital. I

     Mientras hacía todo esto ensefiaba una oración; educaba en la belleza de la fe; en la pureza del misterio cristiano. Se unía al rosario que oía rezar en el piso superior, arrodillándo-se junto a la puerta; decía palabras de consuelo; repetía una página de catecismo, no tanto preocupado por el que no sabía, sino del que podía saber cosas no verdaderas. "Arriba, arriba el ánimo - dijo a una mujer que tenía familia numerosa -si sigues así lo conseguiras: el carnet para el paraíso lo tienes asegurado".

 

 

Hombre generoso

 

     En Cingoli se tomó con gran interés el llevar la electrici-dad desde la famosa plaza Padella hasta el convento, contras-tando con las oficinas encargadas de Falconara y S. Severino Marche, a donde iba siempre andando.. Además colaboró muy activamente para excavar el pozo que aun se encuentra junto a la muralla que circunda la ciudad, "vestido en chándal, sudoroso, lleno de polvo y de fango".

     Durante el servicio militar, que cumplió durante un par de meses en 1917, primero en Brescia y luego en Ancona, cargó con los trabajos más pensosos y más humildes, a pesar de las burlas de quien lo consideraba un "buenazo", incluido un

capitán que lo humillaba continuamente sólo porque era un fraile.

     En S. Pietro Morico ayudó a dos hermanos, que estaban muy preocupados por la quiebra a que se exponían debido a la crisis que había afectado a su fábrica de tejidos. Ante una situación muy desesperada, llego él, que comprendió que el mal provenía de sus propias desavenencias, los puso de acuerdo y en paz, bendijo el establecimiento y el trabajo comenzó a funcionar bien inmediatamente. El paño primero que salió de sus telares se lo regalaron a él para que se hiciera un hábito nuevo. Lo aceptó y se hizo un hábito, pero nunca se lo puso.

     En Macerata, Cagli, Fossombrone, Cingoli, Iesi... por todas partes dejó el recuerdo de un acto de bondad, de un gesto de misericordia, de cortesia, de una reprensión ("tenía garra" dijo de él un compañero), de una gota de sangre en las piedras, de un éxtasis... respuestas generosas al Espíritu que soplaba sobre su vela.

 

 

 

 

"Gran médico de las almas "

 

 

L

a santidad .es una experiencia espiritual, interior, con-sumada pnncipalmente entre el alma y Dios. Lo que aparece al exterior no lo es todo: queda siempre un margen amplísimo, incontrolable, lleno de posibilidades y de sorpresas, sin adjetivos corrientes. Más alla de ese margen el cora-zón y la cabeza del hombre no pueden avanzar con los útiles de la crítica y de la inducción historica, sino solo abandonán-dose a las luces de la fantasía y a los desaños de la oración.

     No es fácil hablar, por eso, del apostolado más específico y más escondido del P. Damián, escogido, parece, por su inca-pacidad para la predicación en público, o más exactamente porque le permitía transmitir mejor a las almas la pasión por la santidad.

 

 

"Nada, pero ve a confesarte"

 

     "Gran médico de las almas - escribió el doctor Pierluigi Perri, que fue reconducido por él al verdadero camino – con una rápida intuición hacía el diagnóstico, con su bondad te atraía, con la sencillez te guiaba, con el ejemplo te convencía. Con los penitentes fue siempre benévolo e indulgente, acogiéndoles siempre con cara de amigo y con palabras animosas".

     Siempre. Se trata de un adverbio que hay que subrayar con fuerza, porque jamás dijo a ninguno: "Espera, ahora no tengo tiempo". Estaba demasiado convencido de que el alma es bella y santa porque es amada por Dios y no de que es amada por Dios porque es bella y santa, para no ir al contrario.

     Cualquier alma, aunque fuese la lavandera de Fossombrone, el cartero de S. Ippolito o Alberto Del Fante, el masón convertido por el P. Pío y su primer biografo. El P. Damián se encontró con él mientras volvía a Fermo con el tren volviéndose en su confidente, su confesor y su padre espiritual. Durante varios años hacía mitad del mes llegaba al convento de Macerata para pasar un día de retiro con él, "despuntando cerca de su dulzura - se ha escrito - la rigidez con la que lo trataba el P. Pío".

     Del Fante le llevó al doctor Giorgio Festa, el médico encargado de controlar los estigmas del P. Pío. También este se volvió su penitente asiduo y devoto.

     "Si ha muerto como santo - ha escrito Egle Paolini Caferri - es precisamente

porque estaba siempre disponible para confesar a la gente y porque usaba todos

los medios para que cualquiera pudiera confesarse". Por Pascua pensaba en lo

imposible para llevar a los hombres al sacramento de la reconciliación, buscándolos en las oficinas, en los comercios, por los campos, siempre impaciente por verlos reconciliarse con Dios. "Todas las almas deben volver a su creador – decía – recemos para que así suceda. Hay muchos peces; uno viene detras de otro. Recemos".

     Cuando entregaba los relojes arreglados y le preguntaban que cuanto era, respondía:

     - Nada, pero ve a confesarte.

Apenas lo llamaban lo dejaba todo, incluso el desayuno o la comida y se encerraba en el confesonario, de donde numerosas veces fue sacado afuera desvanecido por el cansancio y el ayuno.

     Levantarse de la mesa para confesar lo hacía con frecuencia, y era consecuencia lógica de lo que cumplía cada mañana na sobre el altar. La Eucaristía no soporta el estar parados, sino que nos empuja a servir a los demás, porque de otro modo sería un sacramento incompleto. Jesús en el cenáculo lo "completó" lavándole los pies a los apóstoles. El P. Damián lo completaba "lavando" las almas con una entrega adrnirable, persuadido como estaba de servir y de llegar así a Aquel con el que deseaba permanecer para siempre.

     "Tenía 17 años cuando me confesé por primera vez – ha escrito Medusa Capodagli de Fossombrone - y quedé tan asombrada de su bondad, que dimanaba de la bondad de Dios, que me propuse que la bondad y únicamente la bondad tenía que ser el único programa de mi vida. Entre tantos capuchinos relevantes, el santo era él; y era él el confesor más buscado. En Fossombrone confesaba en la catedral y más de una vez, mientras se dirigía a la iglesia, decía a las mujeres que veía perezosas tornar el sol: "Me llamo Fr. Sfascia y confieso ' todos los días en la catedral: os espero. Pocas frustraban su esperanza”.

     En Fossombrone estaba siempre a disposición de los trabajadores de la seda que pasaban casi todos por su confesonario por la mañana temprano o por la tarde, desde la una y media hasta las 18. A esta hora, en inviemo, era ya bien de noche, pero ellos lo encontraban siempre allí. Iban con gusto atraídos no por su aspecto, que no animaba ciertamente a escucharlo, sino por su dulzura, bondad, comprensión, tan raras que no se encontraban en ningún otro. Las pocas veces que no lo encontraban en la iglesia iban a pie al convento, a pesar de la cuesta para llegar hasta él".

     Con él, epílogo de una larga hilera de santos que vivieron en el convento, la colina se había convertido en una hoguera luminosa.

 

 

"He encontrado al que me salvará"

 

     El testimonio de Paolo Valentín, de S. Hipó1ito, está traspasado de una ansiedad que lo vuelve muy humano. Un buen muchacho, amante de las fiestas, zampacuras convencido y decidido, no se perdía ni un baile ni un casino, estando seguro de "llenar" así la vida. Sin embargo esta quedaba vacía y le resultaba pesada. Llegó incluso a jurar matar al cura de su pueblo, empujado por la picaresca del trato social de sus compañeros, que eran su peor amistad.

     No lo hizo porque lo entretuvieron un amigo y una amonestación del propio sacerdote: "Pablo, si haces caso de mis palabras vales más que yo que las he pronunciado".

     Después de varios intentos de cambiar de vida, todos regularmente incumplidos, incluido también el hecho de ir a las trincheras en Bainsizza, entre el ruido de las ametralladoras, finalmente encontró al P. Damián y dijo enseguida: "He encontrado al que me salvará".

     ¡Misterio maravilloso este improvisado nacimiento de la fe!. Arrepentirse es un don de Dios. Aun pecador, Paolo no buscaba excusas por su conducta, y el que no hace esto ya está en el camino de la salvación.

     "Después de la primera confesión - añadió Paolo - comenzaron para mi tres años de alegría espiritual, sobre todo porque me dijo que durante seis meses "el diablo no sería dueño de mi vida".

Así sucedió.

     Para animarme a dejar el pecado me hablaba de una penitente que había hecho una enormidad de fechorías, pero que luego se convirtió en una cristiana ejemplar. "Los santos lo consiguieron, decía, ¿por qué no lo vamos a conseguir nosotros?".

     Conceptos que le remachaba en las cartas que le escribía desde S. Vittoria, Fermo y Macerata; cartas sencillas, desordenadas, a veces incluso incorrectas (son 27), pero llenas de un afecto conmovedor y en una de ellas confiesa que "desde hace 36 años he hecho cuanto me ha sido posible por llevarlos a todos al paraíso".

     Con la distancia de los años, Paolo hablaba del P. Damián con el entusiasmo y la adrniración del primer encuentro, viviendo tan ejemplarmente que su hija Elvira escribió: "jQué hermoso es tener un abuelo así! Las virtudes que más admiraba en él eran la fe y la sinceridad. Lo hacía todo sin aver gonzarse, aun cuando supiera que podría ser irrisorio".

 

 

Come confesaba

 

     ¿Qué decía a los penitentes el P. Damian? "Pocas cosas y de manera casi ingenua - ha escrito el P. Bemardo Gabrielli - pero tenían una gran incidencia sobre el penitente, por lo que cada palabra suya era aceptada con mucha devoción. Además despertaba una gran confianza. Abrirse a él era facil, porque comprendía las situaciones más delicadas, encontrando la palabra adecuada para cada circunstancia".

     Su hablar sencillo y breve era exquisitamente evangélico (el Padre nuestro consta de 40 palabras y los mandamientos de 53), y por tanto era el mejor sello de la verdad. Pero era también una opción para dar a entender a todos que el desaliento no debía prevalecer sobre la esperanza, ni el lamento sobre la alegría de acercarse a Dios. Al que se lamentaba de no encontrar luz le animaba a no hacer sombra. La novedad de sus pocas palabras estaba en el silencio que dejan en el alma apenas las oía: un silencio que favorecía la reflexión, el arrepentimiento, los propósitos.

     Por eso no hay que admirarse de que delante de su confesonario siempre hubiese gente "como en la feria", ha dicho una mujer; que ante su celda en la enfermería acudiese gente que venía de lejos; que lo llamaran los detenidos en la cárcel de Fossombrone; que había quien quería confesarse sólo con él. Incluso en la hora de la muerte.

     En Sant'Elpidiuccio de Montélparo un campesino dijo claramente a sus familiares que lo invitaban a recibir los ultimos sacramentos: "Só1o si viene el P. Damián". A él no le dijeron nada y a pie desde Cingoli corrió a confesar por ultima vez al moribundo, salvando in extremis una partida espiritual que parecía perdida para siempre. No fue la primera ésta la única vez, además, que el P. Damián decidió una partida entre el bien y el mal en el enésimo minuto.

     Otras veces le avisaron voces no humanas.

     En Fossombrone asistía desde hacía tiempo a una joven de 28 años, tuberculosa y probada por una serie de desgracias familiares: muerte del padre y del hermano, quiebra financiera y pérdida del trabajo. "El 12 de noviembre de 1928 - escribe Medusa Capodagli - a una hora insó1ita llegó el P. Damián a casa de la enferma para confesarla y confortarla. No lo llamó nadie porque no había empeorado la enferma.

     Acabada la confesión se marchó. Pero apenas había pasado el puente sobre el río Metauro, que se difundió la noticia de la muerte de la enferma. El P. Damián había presentido misteriosamente que mi amiga estaba para terminar.

     El hermano de la enferma se conmovió de tal manera que hizo propósito de confesarse también él". Pocos como el P. Damián unían la pasión por los sacrosantos derechos de Dios a la compasión con los deberes desatendidos por los hombres.

     Resulta obvio, al hablar del P. Damián como confesor, hacer referencia a lo que pasaba por aquellos afios en Padua con S. Leopoldo Mandic y en S. Giovanni Rotondo con S. Pio de Pietrelcina, capuchinos como él. El P. Damian no tuvo alrededor de su confesonario aquellas multitudes de allende los mares, pero ha tenido su misma santidad, puesta a disposición de los humildes, como es deber de cada siervo cuidadoso del pueblo de Dios.

     Siervo que camina con el pueblo con la misión de impulsar la lentitud del paso e imprimir a su itinerancia los ritmos de una aceleración cargada de esperanzas. Siervo atento a no exasperar a nadie, pero también valiente para gritar al lobo cuando asalta el rebaño; para desenmascarar y combatir los vicios manifiestos u ocultos tanto de los ricos como de los pobres, recordando que el hombre está siempre dispuesto a lanzar piedras al aire, pero no debe luego acusar a Dios s le caen encima.

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 "Si es del cielo que vaya al paraiso"

 

 

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ablando del P. Damián como confesor, sería muy reducido considerarlo comno un hombre adaptado sólo a convertir a los pecadores atascados en el mal; a invitar al sacramento de la reconciliación a las almas que no se acercaban desde hacía mucho tiempo; a enderezar los senderos de la vida de cuantos lo buscaban para contarle sus penas, pidiendo consuelo.

Más todavía, para quien conociese a fondo la vida y el espíritu, este es un aspecto secundario, porque sobre todo él ha sido un moldeador de almas. La luz que brillaba a través de sus manos encallecidas por el trabajo parecía escondida y débil, pero como todos los ascetas y míticos, él la dirigía hacia las almas, enderezandolas hacia su origen y cambiando las piedras de tropiezo en piedras de paso.

 

 

¿Comprendes lo que quieTo decir?”

 

     Sentir a Jesús (como Gema Galgani, él podia decir "haber nacido para El"), suponía para él dallo a los demás, incluso a aquellos que no lo "comprendían" pIenamente, pero que poco a poco, gracias a su benévola insistencia, deseaban "conocerlo". Le bastaba esto, porque en el deseo de conocer a Dios no sólo existe una especie de vacunación contra el mal (el deseo es una medicina, y la medicina no es una conquista, sino una ayuda), pero existe sobre todo la tendencia decisiva hacia la virtud, no impuesta, sino deseada, cultivada, educada.

     "La confesión para él - ha escrito Medusa Capodagli - más que un escuchar y un oír los pecados, era la ocasión para animar y despertar, para comenzar a mejorar, mientras que para el fiel era el momento para acoger la exhortación o el consejo, que volvía a encender la esperanza y la confianza". Todo con voz dolce como un acorde de arpa, pero dejando incrustado como un remordimiento en la conciencia de los interesados.

     "El terreno de vuestra alma está preparado - dijo a una señora de Fermo, con una inteligencia lúcida debido a la contemplación - ¿qué decidís hacer? Por la vía de la perfección no debemos caminar despacio, sino correr sin cansarnos? A Usted le pediría una cosa: que esté siempre contenta sin buscar la autocomplacencia nunca. ¿Me comprende lo que quiero decir con esto?".

     "Comprendo" respondió la mujer, que demostró con la vida el haber comprendido la fuerza aIusiva de aquellas palabras en los ecos de la respuesta.

 

 

La pez sobre el cojín

 

     Otra que comprendió bien lo que decía, fue una joven de S. Vittoria, ciudad en la que el P. Damián pasó muchos años de su vida religiosa. El día de la fiesta de S. VaIentín se metió bien temprano en el confesonario, saliendo só1o a mediodía para celebrar la misa y con una sorpresa verdaderamente insólita. El cojín del confesonario se le había extrañamente pegado en el hábito y no conseguía

despegarlo. La gente en un primer momento rió viéndolo tan embarazado y manifiestamente enojado, después se indignó y al finaI se conmovió. Se supo, en efecto, que el novio de la muchacha, convencido como estaba de que ella fuese a ingresar en un monasterio por sugerencia del fraile, se vengó echando un tubo de pez sobre el cojín en cuestión.

     Nadie, sin embargo, protestó cuando ingresó en el convento otro de sus penitentes, un tal Domenico Biondi de Rapagnano, a pesar de que sus familiares estaban en contra. Más tarde el P. Damián se encontró con Domenico - convertido ya en Fr. Giuseppe de Rapagnano – en el convento de Fermo, junto al Siervo de Dios Fr. Marcelino de Capradosso, compitiendo con ambos en rechazar comodidades y privilegios, armas pesadas que, como las de Saúl, no podían abatir a Goliat.

     Exigente, eficaz y dispuesto a todo sacrificio con tal de impIantar el reino de Dios en las almas, no era, sin embargo, inoportuno. "Nuestras conversaciones - ha dicho Pierluigi Perri - no eran sobre

temas pesados. Ellas se referían a argumentos devotos, de moral, pasando por la belIeza de la creación, las maravillas de la naturaleza, las virtudes de las hierbas y la bondad de los hombres".

     Usaba también palabras fuertes, pero sólo con quien sabía que podía entenderlo. "El Señor os da las gracias, pero tu no las quieres aceptar", dijo a una mujer que no se decidía a cambiar de vida, construyendo diques de papel donde hacían falta los de cemento armado. Ante la respuesta de que la buena voluntad nunca faltaba, añadió: "Podrá hacerlo, ciertamente, pero es como tener la voluntad de dar un pedazo de pan al pobre, sin por elIo metértelo entre las manos".

     Daba consejos mirando lejos. Una joven guapa y bien preparada le decía desde hacía tiempo que quería hacerse monja, pero él no parecía hacerle caso. Finalmente un día de manera casi inspirada le dijo: "Vete, pero recuerda que las monjas te maltratarán y serás mal vista por los frailes. Si tienes deseos, vete y si no quédate en casa".

     La joven estaba decidida a irse, pero reconsideró lo que le había dicho el P. Damián. La superiora  la tenía atragantada y no la quería. El P. Damián lo supo, corrió al monasterio y reprendió enérgicamente a la abadesa que respondió con meditado pundonor. "Tiene el año de noviciado y no es justo echarla así; si no entra, ya veréis luego", cortó por lo sano el religioso.

     Pasó el tiempo y el frailecito se acercó un dia al convento para pedir informaciones: "P. Damión – le respondió sonriente la superiora - buenas hijas he tenido muchas, pero como esta ninguna".

     No siempre necesitaba oír la confesión para comprender el estado de las almas: a veces le bastaba una sola mirada. "Cuando encontró a mi hermana - cuenta sor María Rosario Zenobi - dejó el trabajo que estaba haciendo en el monasterio, la siguió largamente con una mirada penetrante y dijo que habría alcanzado un excelente resultado si hubiese tenido un buen director espiritual, de otra manera habría sentido nostalgia 'con aquel carácter que tenía, que se dejaba facilmente

inducir al mal".

     Los hechos le dieron la razón, ya que sor Maria Teresa "aquella joven", tuvo una historia espiritual totalmente particular. "A mí me pasó algo parecido porque, cogiéndome un día el pulso, me dijo que no podía hacer los trabajos que hacían las demás, porque estaba más débil que ellas. Naturalmente respondí que no era cierto, que podía hacerlo todo, pero él insistió, diciéndome clara y abiertamente que no debía lIevar aquel 'cilicio ni hacer la disciplina con "aquel" hierro lIeno de puntas o con el de cuerda.

     Hubiera insistido, pero él me mandó callar sosteniendo que él me habría dado una disciplina adecuada que me hubiera servido. Así algún día después me llamó al locutorio y me la dio. Es inútil decir que la he conservado como su recuerdo más querido".

 

 

"Dadle a beber dos sorbos de agua"

 

     En 1920 en Cingoli azotó la "española", epidemia que se llevó a miles y miles de víctimas en toda Italia. Caí enferma también yo y se temió por mi salud, debido también a que el médico había dicho que no había esperanzas. Tenía entonces 19 años y por el monasterio corrió una tristeza comprensible.

     Una tarde llegó el P. Damián y preguntó por mí: "Estad tranquilos, María Rosario no morirá. Dadle a beber dos sorbos de agua y curará". Hacía tiempo que yo no podía tomar nada, sin embargo hice lo imposible por tomar aquellos dos sorbos de agua aconsejados por el P. Damián y enseguida me curé.

     Algún mes después volvió y le pidieron que rezara por la hermana Alma Celeste que se encontraba gravemente enferma. "Si es del cielo, dejadla que vaya al Paraíso", respondió. Y de allí a diez días la hermana murió.

     Una mujer de Sorbolongo (un pueblecito cercano a Fossombrone) cayó gravemente enferma y los médicos le mandaron una medicina muy cara.

     Como no tenía dinero para comprarla, pensó en pedirle ayuda al P. Damián y fue al convento de los capuchinos. Atravesando las vías, le vino al pensamiento la idea de tirarse bajo las ruedas del tren y morir, pero pudo más en ella la idea de ir a buscar al fraile al que todos llamaban santo.

     El le habló con serenidad, invitándola a confiar en Dios y en el beato Benito; la bendijo y la despidió confortada y... con hambre, porque, cuando llegó a casa, se hartó de pan. Algo que no hacía desde unos tres años; pero sintió la necesidad de hacerlo porque tue en el pan donde encontró su curación.

     Hay otros muchos episodios que revelan su espíritu profético y que la gente veía como fruto natural de su unión con Dios. La gente sentía por él un amor impaciente hasta el punto de considerarlo santo antes de la muerte. Sin embargo sucede que, mientras el veredicto de la iglesia docente sólo es posible sobre la tumba de los santos, el pueblo cristiano, recupera con ellos, de vez en cuando, alguno de los antiguos derechos, como cuando elegía obispos o canonizaba a los hombres que que le eran más queridos.

     Y para "ese" pueblo, el P. Damián es un santo.

     El P. Elías de Cupramontana (también él un verdadero hombre de Dios) cuenta que llegó a Fossombrone un telegrama comunicando la muerte de la madre de un religioso. El P. Dàrnian que lo oyó intervino enseguida.

- "¿Qué pasa?, que ¿ha muerto tu madre? No es verdad, quédate tranquilo, no sólo no ha muerto sino que aun le queda algún año de vida". Y así sucedió.

     Cuando, en 1927, murió en Iesi el P. Fidel de Monterado, eximio musicólogo, amigo de Lorenzo Perosi y religioso de grandes virtudes, el P. Damián comunicó la noticia a los religiosos en tiempo real, esto es en el mismo momento en el que sucedía. Mientras los demás hablaban, él se puso de momento serio y dijo que en aquel preciso instante había fallecido el buen religioso. Cuando llegó la comunicación oficial, se comprobó que todo había sucedido en el día y en la hora por él anunciada.

     Despidiendo un día a Paolo Valentín de S. Hipolito, el cartero que había reconducido a Dios, dijo:

     - Vete enseguida o no me verás más.

     - ¿Es que se marcha? - preguntó con aprehensión el penitente.

     - O muero o me voy. .. Pero quizás no me moriré, me iré.

     Y, en efecto, enfermó seriamente, pero se recuperó y luego lo trasladaron.

 

 

 

¿Hasta donde llegaban sus intuiciones?

 

     Aun cuando se supiese la respuesta, es muy natural pre- guntarse de dónde sacaba luz, fuerza e intuiciones proféticas un hombre tan equilibrado, prudente y correcto, cualidades de un hombre bueno, pero sencillo. Si se lo hubiesen preguntado, probablemente se hubiera llenado de confusión, pero ninguno se lo preguntaba, sabiendo que el secreto se encontraba en el mucho tiempo que día y noches pasaba "hablando co Jesús", que es un modo de vivir, porque Dios es algo que no se puede poseer sin sentir la necesidad de poseerlo cada vez más. Es como el amor, que mientras más te ama más lo amas tu. Es el tesoro que aumenta aumentándose.

     “Un día - cuenta el P. Eusebio de Cagli (otro santo con S mayúscula) - fui a visitarlo a la enfermería de Macerata. Al no encontrarlo por ninguna parte me dijeron que echara un vistazo por la capilla. Abierta la puerta, lo ví arrodillado delante del altar con el rostro y las manos dirigidas hacia el sagrario, como si estuviera fuera de sí, sin percatarse del ruido que hizo la puerta ni de mi presencia.

     Lo lIamé e intento moverse y volver en sí, como el que se despierta de un profundo sueño".

     Conocer a los demás es novedad, curiosidad. Conocer a Cristo es vida, es poseer la visión y la solución de nuestro destino. Quem nosse vivere. La vida es conocerlo a El, a su persona, más que conocer su doctrina. Hay quien ha dicho - que el verbo conocer está muy bien expresado por el verbo francés co-naître, que expresa un conocimiento que significa nacer al mismo tiempo. Un conocimiento verdadero. Es el de los santos.

     Otros religiosos atestiguan que, delante del sagrario, decía palabras que tenían el sabor de cosas vistas. "¿No ves a aquel buen Jesús? ¡Míralo, míralo, está aqui! ¡Qué bueno es! ¡Cuanto nos ama!".

     Al P. Provincial que lo encontró durante el verano en la iglesia sudando y con la respiración fatigosa, al preguntarle como se encontraba, le respondió:

     - Bien, P. Provincial, muy bien.

     - Y, sin embargo, de su respiración no se sacaría esta conclusión.

     El P. Damián señalándole el sagrario le respondió:

     -¿Mejor que yo? Está El; está El. Cuando está El todo va bien; yo diría que muy bien.

     E1 vivía en un estado eucarístico permanente que incluso arrastraba a los demás. En él se cumplía lo que decía el beato Jacopone de Todi: "Bello es y qué cortesía / enloquecer por el Mesías ". En Cíngoli llenó de tanto entusiasmo a los mismos seminaristas que, entre todos, concibieron una audaz: poner en común sus pequeños objetos de oro y fundirlos para hacer con ellos la llave del sagrario.

     A tanta intimidad con Dios no se llega improvisadamente, sino después de una larga contemplación, quiere elIo decir que el P. Damián vivía constantemente de Dios y para Dios. Una cosa igual había sostenido siglos atrás con otras palabras S. Buenaventura de Bagnoregio, afirmando que la sabiduría cristiana consiste en éxtasis extáticos y no extáticas complacencias. La mente debe estar continuamente extasiada, y rápidamente absorbìda, pagando de las criaturas al creador y de la tierra al cielo.

 

 

 

Nunca ocioso y con el pensamiento

siempre puesto en el Paraíso

 

 

T

eniendo ahora que hablar sobre la devoción a la Virgen del P. Damián, que fue tenaz, profonda y verdadera, hay que decir que él se convierte en un imitador verdadero de la Virgen, sirviéndose de una mística franciscana de la que no conoce los escritos, aunque sí conocía el nombre. Se trata de la Beata Bautista Varano de Camerino, que vivió entre 1458 y 1524, autora de muchas y originales

obras de carácter ascético místico y autobiográfico.

Entre sus primeras se encuentra una Novena a la Virgen que es una pequeña obra maestra de meditaciones sobre la vida de la Virgen, en ella se encuentran casos que pueden considerarse como un breve resumen de la vida del P. Damián.

Partiendo de la humildad de la Virgen y de su silencio durante su permanencia en el tempIo, la Beata Bautista indaga sobre algunos momentos de su vida, diciendo que "nunca estaba ociosa y siempre tenía el pensamiento en el Paraíso", siendo fiel a la oración nocturna, de la que "cuando se iba, parecía como si de su rostro virginal salieran rayos de luz".

    Llevando a Jesús en su seno, con El crecía en ella "su amor y el deseo de adorar a este Dios pequeñito ", tanto es así que los nueve meses de la gestación le parecieron "mil millones de años", durante los cuales crecía en ella "el deseo de darle el pecho".

" Fortalecida por el dulce Jesús" y superado el doloroso periodo de la Navidad y de la huida a Egipto, durante el cual se alimentó sólo de "pan y agua de las pocas fuentes que encontraba", ella encontró "todo el Paraíso" viviendo "en su dulce compañia en Nazaret". "¡Oh reina del paraíso - escribe la Beata - qué grande hubiera sido ver a los dos comer en una pobre mesa, sólo con unos cuantos pedazos de pan y un pequeño vaso de agua!".

Cuando Jesús comenzó la vida pública, María "sufría en su pensamiento cuando llamaban a su Hijo el seductor del pueblo, endemoniado, borracho, blasfemo, y cuando veía las maquinaciones de los judíos para hacerlo morir... Así conviene saber que por nuestra culpa ella sufrió tantos dolores y  aflicciones ". Después de la tragedia del Calvario, durante la cual "su corazón parecía estar dividido  por la mitad", Varano describe la aparición del Resucitado a la madre (¡feliz intuición a la que nosotros sólo ahora hemos llegado!), la Ascensión ("ella lo miró tan absorta que casi le parecía subir junto con el Hijo" ) y Pentecostés ("la Virgen tenía este deseo más por los apóstoles y por todos los fieles, que existían entonces y que deberían existir, incluso por ella misma, aunque ella estaba ya totalmente llena"). Dice también que pasó los últimos años realizando "toda clase de ejercicio espiritual de oración, meditación, contemplación en su oratorio que era verdaderamente un paraíso, donde su rostro se volvía más espléndido que elpropio sol".

"Ella - concluye la Beata de Camerino - es el único refugio y consuelo de todos los elegidos... y estaría dispuesta a morir por todos si fuese necesario".

 

 

Identificación audaz

 

Poniendo junto a estas paginas la vida del P. Damiá (¡séame permitida la audacia de la identidad!), vemos como él ha basado su vida en el modelo de la Virgen, descrita por la Beata Bautista.

"Nunca ociosa y con el pensamiento siempre puesto en el Paraíso", escribe la clarisa. El P. Damián fue un trabajador incansable, ocupado en la huerta, en el convento, en las tierras de los campesinos, en el pequeño taller en el que arreglaba relojes y artilugios de toda clase, revelándose un verdadero artesano habil y paciente. Llevó la luz eléctrica y el agua a los conventos (en S. Victoria hizo las instalaciones él sólo). En el monasterio de S. Esperandia en Cíngoli, escribió sor Maria Rosaria Zenobi, "realizó con verdadera destreza numerosos trabajos en la iglesia (la iluminación de la cúpola) y en el monasterio (la instalación eléctrica). Durante el verano restauró todo el tejado bajo un sol de justicia, descalzo sobre las tejas ardiendo, solo y con una humildad y generosidad verdaderamente inauditas, sin pedir ni aceptar nada. Algunos días, para no sospender el trabajo, no fue al convento ni siquiera para comer, ni siquiera quiso nada de nosotras del monasterio. A mediodía decía que comería después; por la tarde que ya era de noche y que tenía que volver al convento.

Un año se pasó todo el día preparando la iglesia para la fiesta de S. Esperandia, quitándonos un gran problema porque, como el sacristán había tenido que irse a cumplir con el servicio militar, no sabíamos qué hacer. Fue un trabajo de gran riesgo que requería mucha atención; pero, hábil, ingenioso y atento como era, se las arreglo a la perfección".

A pesar de todo siempre respetó la jerarquía de los valores, teniendo siempre en cuenta el justo orden de las cosas que tienen naturalmente cierto valor. Primero Dios, luego lo demás; actuando de otra manera lo hubiera considerado como un morder la cáscara renunciando al fruto que hay dentro.

"Cuando salta de la oración parecía que de su cara virginal salían rayos de luz" escribe la Beata Bautista sobre la Virgen. Los testimonios sobre el recogimiento del P. Darnián son abundantes.

"Esperando las confesiones, permanecía arrodillado detrás del altar mayor con la cara cubierta con las manos .. Cuando salió del éxtasis se dio cuenta de que lo estaba esperando - ha escrito un religioso - pidió disculpas y se puso enseguida a mi disposición". Y otro: "Si tuviese que decir lo que más me ha impresionado de él, tendría que decir que ha sido su perseverancia en la oración".

Sin ella también él hubiera dado "un escorpión al que le pedía un huevo" o "una serpiente al que le pedía un pez". Ninguno puede dar luz con las lámparas apagadas.

"Estaba en la oración inmóvil, con gran reverencia, de manera que movía a la compunción y a la ternura al que no lo había nunca visto, llegando a causarle verdadera adrniración".

"Su misa no tenía nada de excepcional y tampoco era larga. Y, sin embargo, uno se daba cuenta de estar asistiendo a la misa de un santo por el recogimiento y la actitud profunda de fe y humildad que demostraba". "Cuando se alejaba del altar parecía otro, caminaba tan suavemente que parecía no tocar el suelo".

Si es cierto, como decía Barth, que Dios tiene tiempo para el hombre, el hombre debe tener tiempo para Dios porque sólo así se podrá disfrutar en breves momentos aquello que las sabias estrategias humanas no pueden conseguir.

"Durante el viaje a Egipto, María se alimentó de pan y agua de las pocas fuentes que encontraba",

escribe la Beata Varano. El P. Darnián fue tan pobre que se le comparó con S. Francisco porque no es que fuese su imagen, sino que era su presencia misma.

Llevaba sandalias "que parecían estar hechas precisamente para andar mal y con dificultad"; vivía en una pequeña celda pobre y sin omamentación alguna, cuyos postigos parecían los párpados cerrados de la muerte; andaba descalzo incluso en la estación más fría; tenía sólo dos habitos, uno para la noche y otro para el día, que olía a sudor de campo; un único pañuelo que dividía en dos.

Poniendo la instalación eléctrica en el monasterio de S. Esperandia "construyó los aislantes con trozos de caña y los interruptores con trocitos de madera en forma de tijeras. Unía el hilo eléctrico a los aislantes con hilo normal, que nosotros ayudantes teníamos que cortar precisamente para no faltar al espíritu de pobreza".

 

 

"Su" oratorio

 

¿Exageraciones? Pudiera ser, pero dictadas sólo por un amor sincero a una virtud eminentemente franciscana y en defensa de la cual el P. Darnián a veces levantaba de manera poco usual la voz.

"Si se permitía alguna amable observación - ha escrito el P. Bemardo Gabrielli - era sólo cuando los superiores, según él, se descuidaban un poco en la pobreza.

El no veía sólo la parte bella de la pobreza sino que consideraba su practica como el único e insustituible medio de vida espiritual, indispensable para todo verdadero hijo del Pobrecillo de Asís, el termómetro verdadero de la espiritualidad capuchina".

"Su oratorio era un paraíso... ", concluye la Beata Varano en la Novena, hablando de la Virgen. En S. Victoria el P. Darnián abrió un oratorio para los jóvenes en el que daba la catequesis, preparaba para la confesión y escuchaba a la gente que quería hablar con él. "En este sentido - ha escrito un testigo – hizo florecer entre los jóvenes y en el pueblo la fe, formando a más de una generación cristiana.

El oratorio fue durante muchos años un luminoso faro de vida".

Es cierto que los tiempos eran muy distintos de los nuestros, pero se percibían en el aire síntomas que hacían prever un mondo indiferente hacia la Iglesia porque los católicos comenzaban a ser diferentes.

El recuerdo del oratorio (que rememora las "Capillas de las tardes" de S. Alfonso M. de Liguori en Nápoles) perduró durante mucho tiempo en S. Victoria y dejó destellos de esperanza en el corazón de muchos jóvenes para los que Cristo era un extranjero, la Iglesia una extraña y el Evangelio una tira de recuerdos infantiles.

Está claro que el oratorio del que habla la Beata Varano no estaba hecho de piedra, sino de carne: es inútil decir que el P. Damián "construyó" también éste. De allí nacía la devoción hacia los santuarios marianos, sobre todo el de Loreto (éste fue el primer lugar que visitó después de hacer el servicio militar) y el de Ambro; allí cultivaba la oración prolongada ante las imagenes .de la Virgen; de allí nacía el afecto con el que celebraba sus fiestas; florecía la devoción a los quince sabados, a los cinco viernes de la Virgen de los Dolores y al mes de mayo; allí nacían los ayunos del sábado; allí se multiplicaba el rezo de las antífonas marianas; se despertaban los devotos la vigilia de la noche de la "Venida" y de allí nacía la fidelidad asidua al breviario y al rosario, rezado "con frecuencia de rodillas y con los ojos arrasados en lágrimas"

De allí, finalmente, nacía también una profunda compasión con los blasfemos y que S. Francisco definía "portadores de veneno bajo la lengua", y que mandaba poner bajo las manos del "boxeador" Fr. Juan de Florencia, el cual, como decía Salimbene en sus Crónicas, era ciertamente, un "despiadado carnicero". Allí nació también el perdón que pidió y dio a un compañero que le había llevado siempre la contraria en todo, intentando incluso manchar su nombre con una denuncia que sólo una intervención a tiempo del Superior Provincial detuvo en el mismo momento de nacer. Todo surgió por la envidia, que la Beata Varano llama "animal feroz manchado con la sangre del projimo  y al que nadie consigue rebajarle la rabia ".

Es decir que hacía lo imposible para no tapar con su sombra la cara del que estaba a su lado. Tenía tanto respeto hacia los demás y tan exquisita caridad que "si 108 pies de los compañeros no eran santos, sin embargo para él lo eran".

Su oposición a "pensar mal del prójimo" no era ceguera ante la evidencia de un hecho, sino sólo rechazo a emitir un juicio; un acto al que le tenía miedo, ya fuese porque sólo Dios es juez, o ya para evitarse un rencor interior. Al conocimiento por oídas, él prefería el del ojo que no necesita de intermediarios. Pero sus ojos miraban sin llamar la atención, por eso nunca hacía juicios.

 

 

"Padre 'entrometido'"

 

Ninguno como él trabajó por reavivar la devoción a la Virgen en las familias dandoles estampas, rosarios, sugiriendo la recitación de jaculatorias, enseñando cantos (por su benévola intromisión en las casas lo llamaban "padre entrometido" y oponiéndose enérgicamente a presuntas apariciones que alimentaban el fanatismo, alejando de la devoción verdadera. Eran frecuentes sus invitaciones a dirigirse a su intercesión, como aconsejó a un joven compañero con dificultades ("Mira a Maria Inmaculada, será limpia roda tu vida y santa tu muerte") y a las muchachas del oratorio de S. Victoria: Sed buenas, vallentes y devotas siempre de la Virgen. Cuando tengáis alguna tentación o sintáis alguna molestia, rezad a la Virgen; decid tres Ave Marías, aunque sea sólo mentalmente y venceréis siempre".

Sus palabras sencillas y sin florituras hacían comprender a todos donde está la fuente para sacar las aguas de la esperanza y de la confianza, de manera que cada uno pueda apagar la sed en las fuentes de la vida.

Su devoción a la Virgen le hizo presentir que moriría en la proximidad de una de sus festividades más grandes: murió el 23 de agosto, al terminar la octava de la fiesta de la Asunción.

 

 

 

Lluvia de gracias

 

 

V

ivía sumergido en lo sobrenatural. Su fe profunda, nutrida de una sólida piedad, alimentaba suvida interior y su actividad exterior".

La alegría que recorre este breve testimonio de D. José Selandari se respira en cada palabra: El P. Damián brilla rodeado de una luz sin intentos de glorificación anticipada, su vida es sencilla y convincente como la vida de Fr. León, de Fr. Bernardo de Quintaval o de Fr. Junípero, frailes del tiempo de Rivo Torto o de la Porciúncula. En definitiva, los tiempos de S. Francisco.

El hagiógrafo (¡sit venia verbo!) a veces se desanima ante la falta de documentación sobre ciertas zonas de su investigación y comprometen en parte acontecimientos y juicios. Pero a veces también sucede que toda la documentación sobre un hecho o sobre una persona centraliza menos una vida de cuanto puede hacrrlo una sola frase que encierra una experiencia vivida, como este testimonio escrito en un trozo de papel tan lleno de gracia. Para reconocer un paisaje basta sólo la luz de un rayo que centellea.

De aquella fe profunda de la que había D. Salandri brotan los hechos maravillosos que la gente llamaba milagros y que la solicitud del P. Fulgencio de Lapedona (al que se debe la primera biografía del Siervo de Dios Fr. Marcelino de Capradosso) ha recogido en Macerata y Montegiorgio.

Nos preguntamos a cuántos y a qué resultados hubiésemos llegado si la investigación se hubiese extendido a todos los demás lugares (¡que no son tantos! En los que vivió el P. Damián.

Nos contentamos con éstos, incluso porque en Amelia Foresi, no sabiendo como comportarse cuando le pidieron que contase algún hecho milagroso, el mismo P. Damián dijo que no convenía hablar, dado que la Virgen lo quería tanto que Ella misma habría pensado en glorificarlo en la tierra.

Sin embargo, podemos contar alguno, aun sin ser curiosos a la hora de investigar, ni queriendo pecar de ingenuos haciendo un panegirico.

 

 

"Recemos para que no muera"

 

El 3 de octubre de 1933, primer viernes de mes, el P. Damián dijo a la señora Foresi que se preparase para aceptar una grave enfermedad de su marido, el abogado Tito Taxi, de Mogliano, con despacho en Macerata y Civitanova. "Para la fiesta de Cristo Rey - dijo - sufrirá una paráIisis.

Rezad conmigo para que no muera".

Y así sucedió. El 29 de octubre, mientras se preparaba en Civitanova para ir a misa, el abogado se volvió rigido como si de una estatua de mármol se tratase. Enseguida lo llevaron a Macerata y llamaron por teléfono al P. Damián para que fuese a visitarlo al día siguiente. El fue, vio la gravedad y pidió retirarse para rezar. "Primero rezó con las manos juntas – contó un testigo - y con los ojos cerrados; luego alzó la mirada, como si mirase a alguien que le hablaba y él aprobaba con la cabeza. Luego se le inundó la cara de alegría, sonrió y sonriendo con los ojos brillantes, murmuró insistentemente 'Gracias"'.

Estando aun derrodillas, se volvió hacia la señora Amelia y le dijo: "La Virgen me ha concedido la gracia". Luego se levantó, se acercó al enfermo, lo bendijo y le hizo una caricia en la mejilla, diciéndole que la Virgen lo había escuchado pero que él tenía que comprar una campana grande para la pequeña iglesia de la Sagrada Familia de la villa de Poggio Imperiale. El abogado, que aun no podía hablar, mostró tres dedos para indicar que compraría tres, como luego dijo, apenas pudo hablar, a su mujer que estaba en la cocina preparando un café para el P. Damián.

"Aun viviría siete años - añadio el religioso - más o menos. Y ocra cosa: un año después morirá tu madre". De hecho el abogado murió el14 de enero de 1941 y la madre de la señora Amelia en febrero de 1942.

Siempre a la misma señora Taxi - a la que reveló no haber cometido ni un solo pecado mortal - le recomendó operarse de una hernia, antes de que trasladaran a un cirujano que le inspiraba mucha confianza. La señora no tenía ningún conocimiento de la enfermedad, ni tampoco los médicos le habían  dicho nada. Sin embargo obedeció y se operó.

El cirujano la operó enseguida, pero le dijo al marido que la herida no cicatrizaría, por lo que la señora llamó al P. Damián para hacer su última confesión. Él llegó con paso lento y cansado y preguntó a la enferma si quería vivir o morir. "Si, viviendo, voy a perder el alma, prefiero morir", dijo ella.  "Entonces viviréis",  concluyó él haciendo la señal de la cruz sobre la herida que cicatrizó enseguida.

 

 

"Aqui hay un poco de aceite"

 

Ante la imagen de la Virgen en la iglesia de los capuchinos de Macerata se vió un día a una mujer que lloraba desesperadamente junto a una joven embarazada, sobrina suya, paralizada por el terror de llevar en su seno un pequeño cadáver. La señora Amelia, que se encontraba casualmente, se interesó enseguida del caso y corrió a buscar al P. Damián, que estaba en la sacristía y que se presentó allí antes de que lo llamaran. "La Virgen te concede el favor - dijo a la muchacha antes de que nadie abriese la boca - pero tu ¿prometes que de ahora en adelante mirarás solo a tu marido?".

   La muchacha quedó asombrada. ¿Quién habría podido decir al P. Damián que su marido había tenido un altercado con un presunto pretendiente de ella?

"Aquí tienes un poco de aceite de la lámpara de Jesús - siguio diciéndole el P. Damián mientras le daba un pequeño envoltorio de algodón en rama empapado de aceite - pero a Él no se le puede quitar el aceite sin devolvérselo, porque la lámpara le hace compañía día y noche. Unge el brazo y la pierna y reza tres Ave Marías a la Virgen por la mañana, al mediodía y por la noche. A cambio, una vez ya en casa, te sentirá curada".

Es inútil añadir que así sucedió.

 

 

"Yo me ocuparé de todo"

 

Rosa Bozzi, madre de Amelia, corrió un día a Macerata para que le acompañara la hija a ir a visitar al P. Damián porque quería recomendarle una nuera que se encontraba en peligro de vida debido a un parto prematuro, complicado a causa de una nefritis purulenta. El P. Damián se encontraba confesando y las dos mujeres tuvieron que esperarlo. A un cierto momento él levantó la cortina del confesonario y dijo a Amelia: "Decid a vuestra madre que se vaya que yo me ocuparé de todo".

Y bajó la cortina.

Rosa protestó: "¿Como se va a ocupar él de todo, si yo no le he dicho nada?". "Mamá, coge el tren y vete - le dijo Amelia - que él ya lo sabe todo".

Cuando llegó a casa, Rosa recibió el saludo del llanto del niño, nacido durante su breve ausencia, y de las lágrimas de consuelo de la nuera, curada de la nefritis.

 

 

"Mi herida se quedará así"

 

Un día lo llamaron para hacer un exorcismo en Sforzacosta. Subiendo en el automóvil después de haber liberado al hombre, se dio un golpe fuerte sobre el estribo del coche que le hizo caer por tierra haciéndose una gran herida en la pantorrilla de la pierna derecha. Amelia (siempre es ella la que lo cuenta) le llevó una medicina especial. "La acepto para los frailes - dijo el P. Damián - porque mi

herida debe permanecer tal cual".

El superior le ordenó por obediencia dejarse curar por el doctor Barone, que le puso un ungüento "para poder curar la llaga en cuatro o cinco días".

"Será así - comentóel P. Damián - pero la mía no se cerrará, porque yo la he recibido para expiación".

Y la tuvo hasta que murió.

Sus familiares en Argentina hall obtenido otras gracias; alguna que otra se ha obtenido también en las Marcas después de su muerte y otras se alcanzan hoy, de modo que se ha tomado la decisión de abrir su proceso de beatificación.

Y que probablemente se hará, si es verdad que la Virgen lo prometió al P. Damián con pocas palabras que le reve1ó fugazmente, como si se le hubiesen escapado en un momento de distracción.

 

 

 

Hacia la eternidad

 

 

N

o existe ni siquiera un solo día sobre el que no caiga rápidamente la tarde. Sobre todo si el día ha Estado turbado por fenómenos atmosféricos que, en la vida de los hombres corresponden a los males, y en la de los santos equivalen a las penitencias que hacen.

     "El P. Damián - ha escrito una devota suya - no podía morir viejo porque era demasiado penitente".

Efectivamente, a los 57 años cedió. Herido de un ictus que lo paralizó parcialmente, casi perdida la vista, sufriendo una nefritis y con una llaga purulenta en la pierna derecha, tuvo que ser trasladado desde Montegiorgio a la enfermería de Macerata.

     Aceptó el traslado y las enfermedades, pero no se sintió dispensado del trabajo, contento de estar encargado de la "diaconía de Cristo", como decía S. Ignacio de Antioquia.

Ayudado con un bastón, visitaba a los compañeros que se encontraban en el lecho, preguntaba por su salud, realizaba trabajos adaptados a sus posibilidades, escucha confesiones de penitentes que, incluso, venían de lejos (D. Vicente Lanzi llegaba periódicamente desde Fossombrone), barría la iglesia, pasaba largas horas arrodillado ante el altar rezando por todos como el hombre que "sufre las cosas de Dios" (Pati divina, decía S. Tomás) y las de los hombres (Pati humana). Cristo no nos ha librado de los sufrimientos, sino del sufrimiento inútil.

     "Libre de los servicios de la iglesia y de la enseñanza - ha escrito D. Orestes Prosperi - corría al convento, abría la puerta, me asomaba a la iglesia y veía al P. Damián con el rosario en la mano junto al sagrario. Parecía una visión".

     “Lo encontré en ellecho, enfermo - declara don Felipe Piccinini, fundador de las Esclavas de la Misericordia - encerrado en una pequeña habitación, totalmente recogido en una actitud de conmovedora bondad y humilidad”.

     En los últimos meses de vida, entre una confesión y otra, en lugar de tomarse un respiro como le aconsejaban los médicos y los religiosos, se, quedaba en la habitación rezando el rosario “porque sólo así - decía enseñando el rosario - se convierten los pecadores y se salvan las almas. A veces sucedía que no venía nadie, sobre todo en invierno, cuando el día intenta romper por entre la niebla y está ya casi para morir a medio dia. Entonces alguno deformando un pasaje de la Biblia, le decía: "P. Damián, yo los llamaba, pero ellos no venían". Y él enseñando el rosario, sonriente, respondía: "Con éste, si no boy, vendrán mañana".

     Es maravilloso, como queda dicho ya, el aprecio indiscutible que él sentíia hacia la confesión sacramental, considerada como un medio decisivo para la vida espiritual. El la consideraba como una etapa de una progresiva conversión, un itinerario hacia la luz, un sacramento irreemplazable lo mismo que el bautismo.

En su "pobre" teología él estaba convencido de que, lo mismo que el bautismo está en los orígenes de la fe como un hábito infuso, así la confesión produce caridad teologal y es luz para la inteligencia.

     Nosotros hoy hemos hecho de ella el fruto de preceptos institucionales, sosteniendo que en su forma actual es obra de los monjes, introducida muy tardiamente, tanto es así que un Concilio (el Lateranense IV, de 1215) habla de que es suficiente "al menos una vez al año". El "descubrimiento" nos ha dado la misma satisfacción que puede darnos el alejamiento de un peso pesado o la alegría de una libertad reconquistada.  Por esto, sin embargo, la vida cristiana cae cada vez más y los cristianos se parecen a aquel que pretende coger un clavo pintado en una pared.

     Quien ha vivido el sacramento de la reconciliación como lo ha vivido el P. Damián dice que las gracias más grandes recibidas van unidas a las pobres confesiones hechas a los pies de un sacerdote; que las experiencias místicas más profundas hay que atribuirlas al poder de este sacramento no sólo porque puede librarnos de eventuales pecados, sino por la experiencia amorosa que en él se experimenta de la sangre de Cristo.

 

 

El consolador

 

     Consolando a los demás, él se consoló también a si mismo. Todos coinciden en afirmar que durante su enfermedad no emitió ni siquiera un lamento, jamás mamiestó una impaciencia, con la certeza de que Jesús es nuestro cirineo. "Y, sin embargo, - ha escrito el P. Bemardo Gabrielli - según referencia de los médicos, las distintas enfermedades que sufría debían ocasionarle fuertes dolores, que le obligaban a guardar una dieta severa, hecha aun más austera debido a su espíritu de penitencia, y le permitían, a duras penas, arrastrarse penosa y difícilmente por los pasillos de la enfermería.

     A pesar de todo siempre estaba sereno, a veces alegre, transmitiendo buen humor a sus hermanos enfermos con algún que otro golpe de humor espiritual, alguna frase en latín como acostumbraba a hacer con frecuencia contando algún episodio jocoso. Parecía como si no estuviese enfermo y que estaba en la enfermería para edificar y animar a los demás". Sólo el que sufre mal hace también sufrir.

     Es hermoso este detalle de su alegría, porque demuestra que, a pesar del peso de cada, día le quedaba aun sonrisa para quien estuviese más atribulado que él.

     Levantándose de madrugada, hacía el Vía Crucis, se sumergía luego en la meditación, se abandonaba luego a una larga acción de gracias después de la celebración de la misa y luego comenzaba la visita por las habitaciones, diciendo a los enfermos: "¿Rezamos el Rosario?" Y comenzaba sin esperar respuesta.

     Habiendo construido el cuadro de referencia de su existencia con las astillas de la cruz, había alcanzado un equilibrio evangélico, fruto del buen querer y de sus buenas obras. Nunca llegó a ser superior, pero había aprendido a mandar sobre el más arrogante de los súbditos: su propio yo. Su espiritualidad, antes que una doctrina, fue un continuo acto bautismal en las aguas de la misericordia divina.

     Un hombre que estaba escrutando la aurora de la última mañana, no podía olvidar a aquel de quien había nacido la verdadera aurora, por eso vivía en simbiosis con María, cuyo rosario tenía permanente entre las manos, hasta el punto de que el dedo pulgar se le había quedado malformado para siempre. Mirándolo se comprendía en qué cosa se convierte Dios para el hombre que lo ama "con fe profunda y sin quedarse con nada" (S. Bernardo).

 

 

Las ultimas horas

 

     La enfermedad se precipitó y, mientras fue posible percibir el bisbiseo de sus palabras, sólo se oyeron jaculatorias y oraciones. Murió el 23 de agosto, octava de la fiesta de la Asunción. No teniendo un hábito mejor, fue sepultado con el que le dio Fr. Camilo, el enfermero que lo asistió en los últimos meses y que le encontró en la habitación sólo un carrete de hilo y una aguja. Si hubiese tenido que hacer testamento, hubiera tenido que dejar sólo el alma y el cuerpo, "ya que, ciertamente, por amar, deseo y afecto, no tenía otra cosa en este mundo".

     Cuando la noticia llegó a S. Victoria en Matenano sonaron las campanas a muerto y se decretó un luto publico.

     Su rostro rodo pero bello por el alma que le afloraba con una sonrisa semejante a una llama de luz, se volvió como lo había pintado 50 años antes Ciro Pavisa[1] al pintar los frescos, en Fossombrone, en la capilla en la que se conservan las reliquias del Beato Benito de Urbino, fresco y luminoso, como si una aureola lo envolviera anticipándole la gloria que la Iglesia podría reconocerle mañana.

 

 

¿Quién no desearía morir así?

 

 

     Cinco años más tarde la señora Amelia Foresi pidió poder exhumar su cuerpo para colocarlo en un nicho, en recuerdo de cuanto había hecho por su marido.

     Cuenta Fr. Eduardo Baldassari: "Fuimos al cementerio con un ataúd de lujo, produciéndole admiración al guardia, que decía que bastaba con una pequeña caja de poco precio, porque sólo íbamos a encontrar un puñado de huesos. Sin embargo, a pesar de que la tapadera del ataúd se rompió en varios trozos, encontramos el cuerpo entero, cubierto de carne, las mejillas con las barbas que todos conocían, el hábito estaba picado y las manos ligeramente negras.

     El superior, P. José de Civitanova, estaba fuera de sí. El guardia no quería dar crédito a lo que veian sus ojos".

     La única que no se impresion6 fue precisamente la señora Taxi, porque recordaba perfectamente cuando el P. Damián le había dicho poco antes de morir: "Moriré pronto, pero dentro de pocos años me volverás a ver".

 

 

Quien sabe si un dia...

 

     Durante la última guerra mundial un oficial alemán, que conducía a un pelotón que se batía en retirada, atravesaba los campos de Villa Strada de Cingoli con un mapa topográfico en las manos. Buscaba Piammartino, escrito sobre el mapa como "grosse Dorf", ciudad grande. Cuando le dijeron las pocas casas que componían el pueblo exclamó: "Das ist seher klein, ¡pero este es pequeño!"

     ¿Quién dice que mañana, si tiene lugar la beatificación del P. Damián, Piammartino no termine en los libros de rezos, donde cualquier cosa se vuelve grande?

 


 



[1] - El P. Damián es el fraile que lleva el cirio, en la parte derecha del fresco.